Tragaderas

Cuando era pequeña atravesé una mala racha de salud y perdí prácticamente el apetito. Mi madre preocupada por mi delgadez intentaba sobrealimentarme con mil trucos. Uno de ellos consistía en poner una yema de huevo en mi leche con colacao que era una de las pocas cosas que tomaba sin mostrar aversión.

Cuando la leche con colacao venía con compañía, veía con animosidad las amarillas briznas de yema flotando en la superficie de la leche chocolateada y a la boca del estómago se me cerraba por completo. Imploraba a mi madre que no me diera tal brebaje pero ella, con firmeza, aseguraba que la leche no llevaba más que colacao. Con lágrimas en los ojos y entre arcadas me tragaba la leche y la mentira de mi madre.

Aquello potenció la estrechez de mis tragaderas y me quedó un aborrecimiento total a todo tipo de grumos físicos y psíquicos. En la cocina me convirtió en un obsesa del colador y el chino y en la relaciones una actitud escapista de las personas o situaciones poco claras.

Tengo muchas dificultades en de tragarme una bola y sufro enormemente al hacerlo. Pero la vida es cruel y a veces te pone en situaciones en la que no tienes más remedio que tragar. Hace poco en un torneo de golf tuve que marcar a un jugador que estaba recuperándose de un derrame cerebral. Tenía mucho mérito que con su limitación jugase un torneo y más merito hubiera tenido si no se contara golpes de menos. Me vi en la tesitura de llamarle la atención como su marcadora o hacerme la tonta y dadas las circunstancias, opté por lo segundo. Lo pasé muy mal, recordé ese vaso de leche con yema y sentí la misma náusea.

Esta dificultad para tragar limita la vida social y laboral ya que unas buenas tragaderas (algunos le llaman flexibilidad) abren muchas puertas. Sin embargo, he conseguido sobrevivir sin tragar demasiada quina y espero poder seguir haciéndolo.

Lula

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