¡A moverse tocan!

Ha llegado el calor de repente, como casi todos los años por estas tierras. Aquí pasamos del abrigo a la camiseta de tirantes en dos días. Desaparecen mantas y jerseys de lana y lavamos a toda prisa esas prendas más ligeras que llevan meses en los altillos y están deseando salir de su oscuro refugio.

Los días son más largos, el sol ya calienta de lo lindo y apetece ponerse ropa ligera de colores alegres que nos haga olvidar el rigor del invierno continental. Pero, horror de los horrores, nuestra piel está lechosa, de puro descolorida, apagada y celulítica.

Las revistas “femeninas” ya nos habían avisado: ¡guerra ultrarrápida y sin cuartel a los kilos de más a base de dietas “milagrosas”, cremas mágicas y ejercicios sencillos y eficaces, "of course"! Así que echamos mano al bolsillo (pobre Visa, ¡tiembla!) y nos lanzamos como locas a las farmacias y perfumerías en busca de esas lociones que prometen quitarnos la piel de naranja en dos días y ponernos morenas y relucientes en un abrir y cerrar de ojos. Si encima acudimos a un masajista, la broma puede subir muchos enteros.

Y con un largo fin de semana en perspectiva, vas tan contenta a comprarte un bañador de ésos tan monos que has visto en la tele o en los anuncios. Pero el cruel espejo nos hace desistir. ¿A nadie se le ha ocurrido cambiar la luz y el diseño de los probadores? ¿Quién resiste esa prueba de fuego? Ni la más “top” de todas las modelos, estoy segura. Estás a un palmo de tu propia imagen, sin trampa ni cartón, contemplando horrorizada los michelines, la piel blancuzca y la carne fláccida y pones al cielo por testigo, en el mejor estilo de Escarlata O’Hara, de que mañana mismo te apuntas a un gimnasio y no sales de allí hasta que te valga esa 38 que siempre te ha sentado tan bien.

Y, efectivamente, vas y pagas lo que sea con tal de tener un vientre tan liso como el de la monitora que te anima a apuntarte a aeróbic, spinning, fitness y lo que haga falta porque el ejercicio te va a sentar divinamente y dentro de un mes te va a estar grande incluso el traje de la Primera Comunión.
Con disciplina espartana acudes a clase todos los días. Te haces un lío con la pierna derecha y el brazo izquierdo, pero no importa. La música marchosa suena a todo trapo y te mueves como puedes. A los diez minutos te parece que ya estás en Navacerrada, lo menos, o llegando a los lagos de Covadonga, de tanto subir y bajar del step y de pedalear en la bici (¡qué tortura la del sillín!), pero la monitora sigue, implacable: “¡Venga! ¡Desde el principio!”. Y otra vez, y otra, subes, bajas, saltas, giras, levantas los brazos, las piernas, flexionas la cintura, haces fondos, cargas con las pesas, mientras sudas y jadeas pensando que esta chica tan ágil, tan delgada y tan flexible ha hecho el máster en China, por lo menos, y te juras no volver a comer chocolate ni a comprar nada que no lleve el cartel de “light” bien grande en la etiqueta.

Cuando crees que ya has terminado porque es casi la hora, viene el premio gordo: ¡abdominales! Al suelo, sobre la colchoneta, a intentar endurecer esa tripa odiosa que se empeña en almacenar toda la energía que nos sobra. Aprietas el estómago como puedes y encoges las piernas, uno, dos, uno, dos… Y si no quema no vale, te dicen, encima. ¡Ay, qué dolor…! Venga, un poco más… ¿Seguro que esto no atenta contra los derechos humanos? No sé yo…

Menos mal que llega la hora de los estiramientos y puedes relajar un poco los músculos, pobrecitos, hartos de tanta flexión y de tanto esfuerzo. Tienes que tocar el pie con la mano, pero es que está tan lejos… ¿No habrá encogido mi brazo? No, el pie sigue ahí, pero yo no llego ni de broma. ¿No será de goma esta chica, o estará hueca?

Y todavía queda casi lo peor: ¡el vestuario! Siempre encuentras a otra más joven y más delgada, y tú ni te miras al espejo, lo pintarías de negro si pudieras. Eso sin contar con las conversaciones: yo vengo todos los días y el fin de semana salgo a correr; yo sólo he comido dos yogures y una pera; yo uso la misma talla que cuando me casé… Y tú te miras y no quieres verte, te vas disparada a la ducha, el premio más inmediato a tanto castigo.

Bueno, quizá no ha sido tan malo, piensas. Me encuentro mejor, sí. Al fin y al cabo, el cuerpo está diseñado para moverse, no para estar sentado todo el día, pero hasta ahora no te habías dado cuenta de la cantidad de huesos, músculos y tendones que tienes y no sueles utilizar. ¿Volveré mañana? Seguro que sí. Sé que tanto esfuerzo tiene su premio, aunque la 38 duerma para siempre jamás el sueño de los justos, amén.


Yolanda Bellod Giménez
(14/V/03)

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