Altruismo

A pesar de tener cuarentaytantos y haber trabajado mucho en esta vida, mi situación económica no me permite vivir de las rentas, por el simple motivo de que no existen. Aunque el destino ha puesto en mi camino muchas oportunidades de mejorar mi fortuna, la falta de espíritu mercantil me ha dejado en esta triste condición de ganarme el pan. Sirva el siguiente ejemplo para ilustrar cómo las oportunidades pasan sin sacar fruto de ellas cuando se tiene un déficit de astucia y un superávit de altruismo.

En los tiempos en los que estudiaba Segundo de la carrera de Informática, las chicas éramos minoría en la clase y nos asociábamos de forma gregaria por el hecho de ser mujeres, sin entrar en diferencias sociales o tendencias políticas. Entre nosotras teníamos catalogados a todos los chicos y muchos de ellos tenían un mote que no trascendía del círculo femenino.

Uno de lo chicos merecedor de alias era ”El Pijo”, un apodo que, si no muy original, al menos sí bastante explícito. Vestía el muchacho un abrigo Loden de color verde, como si fuese a participar de un momento a otro en una cacería, peinaba sus cabellos hacia atrás con gomina dejando unos caracolillos en la nuca y tenía la costumbre de arrancar los carteles subversivos de las paredes. Con esas cualidades habría quedado marginado de nuestro trato si no fuera porque era amigo de un compañero muy buena persona al que todas apreciábamos. Aplicamos la propiedad transitiva y consentimos entablar relación hablada con un ser tan peculiar.

Un día, viendo un listado de notas, aparecía un nombre de larguísimos apellidos compuestos de rancio abolengo que sobresalía sobre los Garcías, los López y los Pérez. Rápidamente nos pusimos a averiguar quién era el propietario de tan ilustre linaje y, cómo no, resultó ser ”El Pijo”. Como consecuencia de esta investigación, nos enteramos de rebote que era el hijo del Ministro de Hacienda. En este momento, el sector más pudiente de las chicas propuso que le quitáramos el apodo y le llamáramos por su nombre, a lo que el sector proletario se negó en redondo (aunque, haciendo gala de su tolerancia, no le retiró el saludo).

Teníamos una asignatura llamada Programación Ensamblador II, que llevaba de maravilla gracias a los conocimientos previos que adquirí con un buen profesor de Primero– lo de bueno era por partida triple: de buen ver, de buen enseñar y buena persona- del que aprendí todos los trucos para manejar los registros y a programar de forma eficiente e ingeniosa. “El Pijo” no se manejaba bien en estos temas y, aunque yo le explicaba cosas, no se enteraba de nada.

Llegó el día del examen de Ensamblador II y al colocarnos en el aula, le correspondió a “El Pijo” sentarse a mi lado. El examen era muy difícil y el del engominado cabello empezó a desesperarse, lanzando mensajes de “no tengo ni idea”, “pásame algo”... Le pasé una hoja con los resultados, jugándome la asignatura. Salí contenta del examen con la certeza de aprobar y con la esperanza de sacar nota.

A la semana siguiente, cuando salió el listado de notas, vi con estupor que al lado de mi nombre había un humillante suspenso. Rápidamente, busqué el apellido más largo de la lista y vi que allí había un notable. El muy memo de “El Pijo” copió el examen al pie de la letra porque no sabía lo que ponía y, el profesor, ante la duda, no se atrevió a suspender al hijo del Ministro de Hacienda.

Allí me quedé yo con mi suspenso y “El Pijo” con su notable, sin que ni una gota de la hidalguía de sus apellidos aflorase en su conducta. No reclamé el examen, ni él hizo ademán de deshacer el entuerto. Estaba acostumbrado a jugar con ventaja y nunca me agradeció el gesto. Yo no supe "sacar cacho" de la situación y con el pundonor que me caracteriza, me dije para mis adentros: “anda y que te zurzan”.

Desdeñé a un buen compañero de pupitre, que es el valor más cotizado de un profesional en los tiempos que corren.

Lula

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