Amor de lejos… amor de pen-sárselo (II)

(Sigo con mi historia, y sigo pidiéndoles paciencia, es larga de contar y hay mucho que exorcizar).


Unos tres años después, una madrugada en que curiosamente yo estaba sola en casa porque Eduardo estaba de guardia, sonó el teléfono y al grito de cuñadaaaaaa me levanté de la cama de un salto; era la hermana de Alberto, que me había llamado a la casa de mi madre y ella le había dado mi nuevo número; hablamos, nos reímos, lloramos, me contó que se casaba, le conté que yo vivía con alguien, me puso al teléfono al francés que era su novio, con el que se casaba (que también me llamó cuñada) me reclamó porque no había vuelto a ir nunca más por allí, me reí y le dije que estaba complicado… y claro, le pregunté por Alberto, me dijo que estaba ahí, con sus cosas, que no tenía novia, que andaba con todas y con algunas pero que con ninguna en concreto, que ella y su madre sabían que él me seguía esperando, así que muy seria le contesté que mucho no debía esperarme cuando hacía tres años se había desaparecido de mi vida a la francesa y que nunca más había vuelto a saber de él.

Luego me dijo que su padre había muerto, que habían tenido mogollón de follones con la que era la esposa del padre en el momento del fallecimiento y que Alberto se había tenido que largar entonces de aquella casa, que era donde él vivía normalmente porque estaba más cerca de la UNAM(1) y que él siempre le preguntaba por mí, si sabía algo de mí porque hacía años que yo no le había vuelto a escribir.

Después de esa conversación estuve con los ánimos revueltos durante algún tiempo, incluso pensé en escribirle, pero.., ¿a dónde rayos le iba a enviar la carta? Así que decidí que mi vida con Eduardo era tranquila (eran los inicios) y que el destino lo había puesto en mi camino para que olvidara a Alberto para siempre.

Pasó más tiempo, unos dos años más creo, y si no recuerdo mal fue a través de ICQ, Alberto me buscó y me encontró. Eduardo me había enseñado cómo funcionaba aquello más que nada para poder hablar con mi padre (con el que ya me había reconciliado), y yo tenía mi propio número de contacto. Nunca olvidaré ese día, yo estaba con mis primeros pasitos informáticos y apenas entendía nada, tenía una cuenta de correo electrónico que casi nadie sabía por lo que no solía recibir muchos e-mails y un día me llegó uno con una especia de hola o invitación de Alberto desde México, y yo que no sabía de qué demonios iba aquello, la respondí y pronto apareció una pantallita que decía hola maja..dera, cuánto tiempo...

Casi me da un infarto y tiro el teclado al suelo, me puse nerviosísima, estaba pegada al monitor, como deseando poder verle a través de él, no podía creer que pudiera estar ahí, me latía el corazón a cien mil por hora y no sabía de qué hablar con él porque quería decirle tantas y tantas cosas. Así que estuvimos hablando y hablando de todo un poco, poniéndonos al día, y mientras tanto me mandó unas fotos por mail, sobre la marcha, y cuando por fin las abrí y le vi subido en su moto con un niño pequeño, fue entonces cuando me dijo que se había casado y que tenía dos hijos, y yo ahogué un grito y empecé a repetir una y otra vez no, no, no , cada vez en voz más alta y me eché a llorar como una idiota y sin despedirme desconecté el módem.

Estuve llorando horas delante del monitor del ordenador, pero llorando como hacía siglos que no lloraba, y cuando mis perros empezaron a inquietarse porque era la hora de su salida de la tarde, fui primero a la cocina, saqué del congelador la botella de vodka que teníamos para alguna ocasión especial (ni Eduardo ni yo bebíamos por sistema y menos en casa), metí a los perros en el coche y me fui a una montaña cercana a la casa en la que vivía. Allí solté a los perros para que corrieran y yo me senté en el césped a beberme la botella (estaba casi entera) y a seguir llorando, mientras llamaba por teléfono a Inés, la única amiga que sabía de la existencia de Alberto desde que yo había regresado de vacaciones aquel verano casi diez años atrás, y le decía a gritos, llorando y balbuceando (porque ya estaba puestísima ) que Alberto se había casado y que yo estaba borracha perdida en una montaña de La Laguna.

Inés vino a buscarme con Paco, su marido, casi una hora después y me sostuvo mientras lloraba, gritaba y vomitaba desesperada, y luego me llevó a casa y mientras Paco la esperaba abajo, me metió en la ducha, luego en la cama y después llamó a Eduardo para decirle que yo tenía de nuevo un ataque de gastroenteritis y esperó conmigo hasta que él llegó. Inés me abrazó fuerte todo el tiempo, me acariciaba la cabeza y dejó que llorara todo lo que quisiera, pero al día siguiente la tenía en la puerta de mi trabajo para leerme la cartilla. Me dijo que qué esperaba, habían pasado diez años, yo estaba con Eduardo, se suponía que era feliz y que había superado lo de Alberto hacía tiempo.

Yo le di la razón, y ese año, por la hoguera de San Juan, metí en una caja de cartón todo lo que había conservado de él, cartas, fotos, su camiseta del equipo de fútbol, todo, y la eché al fuego y me quedé como una loca mirando cómo ardía mientras me bajaba yo solita de nuevo otra media botella de vodka, y a partir de ese día empecé a olvidarme de todo lo que tuviera que ver con él, porque al no tener ya nada que le recordara, casi me olvidé hasta de su cara.

Pero también ese mismo día empecé a cargarme mi relación con Eduardo, porque no había día en que yo no bebiera, a escondidas o ya por último en su cara, porque estando sobria solo pensaba en Alberto y en aquella foto que me había enviado con su hijo y estando borracha miraba la única foto que se había salvado (misteriosamente, nunca lo entendí) de la quema de San Juan, una foto que ni siquiera era de él sino de un paisaje del lugar de nuestra escapada, y entonces me quedaba dormida recordando aquel verano que habíamos pasado juntos años atrás. Como Eduardo tenía guardias de veinticuatro horas, esos días yo aprovechaba y compraba provisiones que escondía en mi armario para que él no las encontrara, y como siempre compraba la misma marca de vodka y él no bebía, nunca se daba cuenta (o eso creía yo) de que la botella que estaba en el congelador no era la misma. En el mismo momento en que llegaba a casa después del trabajo, yo me bajaba media botella en un par de tragos, y pronto aquello fue poco para mí.

Tenía una amiga que fumaba marihuana y hachís como un murciélago, yo no solía hacerlo nunca, pero empecé a ir por su casa casi a diario, y pronto fumaba lo mismo que ella y a su mismo ritmo, y en pocos meses también se me quedó en poco y empecé con otro tipo de cosas.

Aún así lo mío con Eduardo sobrevivió casi dos años más, de bronca en bronca, porque yo no era feliz y cada vez que le miraba a la cara le culpaba hasta de haberse aparecido en mi vida el día que lo hizo, le culpé hasta de la muerte de Manolete, y él aguantó carros y carretones; en mis borracheras solía abrazarme fuerte (era un tío muy grande) porque yo me desesperaba y quería romper todo lo que encontraba por mi camino, y me sostenía hasta que se me pasaba el ataque de furia, y luego se sentaba conmigo a hablarme, a recordarme que nos queríamos, lo que teníamos juntos, lo que habíamos logrado juntos, entonces yo lloraba y le prometía que no lo haría más hasta el día siguiente. Con el tiempo Eduardo se cansó y cuando llegaba a casa y me veía en aquel estado, simplemente se duchaba, se cambiaba de ropa y me dejaba sola, histérica perdida, y cuando regresaba de noche recogía en silencio lo que yo hubiera roto y se acostaba a mi lado sin decir ni media palabra.

Hasta que una noche de viernes en que por primera vez en mucho tiempo estaba sobria, recogí mi ropa y mis cuatro cosas y después de sentarme a hablar con él cinco o diez minutos, me fui de su casa con el alma cargada de remordimientos. Nunca olvidaré su cara en ese momento, más de alivio que de pena…

Rebecuqui

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(... lo dicho, seguiré con las entregas, ya queda menos)


(1) UNAM: Universidad Nacional Autónoma de México.