Antequera-Dakar

Empecé el año con el pie cambiado. En el mes de enero no hubo frente que no plantease lucha. Mucho stress en el trabajo, el doble de clases en la Universidad, un familiar que falleció, la familia abandonada a su suerte con la nevera vacía... Muerta de cansancio y sin apenas fuerzas me preguntó mi marido si nos apuntábamos a un torneo de golf en Antequera. En ese momento de extenuación fue como ver la luz al final del túnel y pensé que era lo que necesitaba, un fin de semana rodeada de verdes praderas.

Antequera es una preciosa ciudad de la sierra malagueña, llena de iglesias y conventos. Su gastronomía es tan memorable que te hace abandonar cualquier propósito de régimen de adelgazamiento. Sin ir más lejos, no creo que haya un desayuno más exquisito que un mollete de Antequera (es un pan denso y con poca levadura) con un chorretón de aceite de oliva virgen de la zona. Este mismo aceite sirve para regar una maravillosa ensalada de patata, bacalao, cebolla y naranja que no he sido capaz de reproducir en casa.

Lo que prometía ser un fin de semana de relax y buena comida se tornó en un frente más de los muchos que tenía abiertos. El tiempo no acompañaba mucho para el juego, pues atravesábamos una de las muchas olas de frío polar de este invierno. En el hotel nos compadecían por haber ido un fin de semana con tan mal tiempo. Aún no conocíamos el campo de golf...

El campo de golf está situado en las faldas de los montes por lo que era necesario el uso del bugy tanto por las distancias entre los hoyos como por las cuestas que había que subir y bajar. Antes de comenzar el torneo el director del campo nos dio una charla sobre lo peligroso que era conducir los bugy por las pendientes del campo. Le escuché con atención pero me hice un lío con los consejos para manejar el cochecillo.

Soy una pésima conductora, todos los que han montado en mi coche dan fe de ello(1), y pensé delegar la conducción del bugy a mi compañera. Pero una cosa es lo que se piensa y otra la que ocurre sin remedio: compartía el bugy con una jugadora que no tenía carné de conducir. Ante esta situación me hice con los pedales y el volante del coche eléctrico disimulando mi pánico con tanta convicción que mi compañera iba de lo más confiada.

En una hora habíamos jugado solo tres hoyos. No era la única que tenía pánico mientras bajaba o subía por las pendientes. Agarraba el volante con la fuerza de una lapa y se me agarrotaban los dedos por la tensión. Era imposible clavar el tee en la salida porque el suelo estaba congelado. Dada la orografía del campo todas las salidas tenían algún obstáculo, siendo el más frecuente un barranco donde caían las bolas que no salían con la altura y fuerzas necesarias. Mis bolas, unas por flojas otras por bajas cayeron en las profundas simas y mi provisión fue disminuyendo, con gran dolor de mi corazón, hasta casi agotar las existencias.

Ni que decir tiene que el plácido fin de semana se tornó en una prueba de deporte de riesgo que yo no buscaba. Menos mal que la comida estuvo a la altura esperada y que pude desayunar un mollete con aceite de oliva virgen que resucita a los muertos.

Lula

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(1) Mabeco, colaboradora de la sección puede dar fe de ello. Mi hijo cuando empezó a adquirir conciencia me dijo: “mamá, no me había dado cuenta de lo mal que conduces”