De pescados y bicicletas

Veraneo en una aldea marinera. Al atardecer atracan en el puerto los barcos pesqueros. Descienden de ellos los lobos de mar, enjutos, curtidos por el viento y la sal, con sus botas Katiuska y llevando en la mano una bolsita de plástico llena de pescado. También se recogen los pequeños botes(1). La mayoría son de los marineros jubilados, que entretienen el tiempo en su añorada mar a la que visitan a diario, incluso festivos. Faenan con más ahínco que cuando estaban en activo y regresan orgullosos con los frutos que le han arrancado a la mar. Las otras embarcaciones pertenecen a los veraneantes que juegan a ser pescadores. Este panorama de abundancia diaria de pescado fresco que entra en las casas deja fuera del circuito a una: la mía.

Mi marido, que tiene el título de capitán de yate, no tiene motivación por la pesca. Es capaz de calcular fórmulas celestiales para orientarse en la mar, pero hasta la fecha no se ha estrenado con una lubina(2) para la cena, según el refrán: obras son amores y no buenas razones (3). Otras veces he suplido esta carencia en la pescadería del pueblo, pero este año está cerrada. No se veranea en puerto de mar para comer carne, por eso busqué una solución para llevar a cabo el juramento que me hago todos los años: A Dios pongo por testigo que solo comeré pescado.

La solución no es muy cómoda, pero es solución: desplazarme en bicicleta a la localidad más próxima que tiene mercado. No soy deportista y por eso no comprendo a los que hacen un derroche de energías sin ninguna motivación, solo por gusto. Más bien me acojo a la ley de la naturaleza del mínimo esfuerzo, que se podría formular como: Si hay que moverse, se mueve, pero moverse para nada es tontería. En el caso que nos ocupa, existe un motivo para desplazarse en búsqueda de "la dorada", un poco más prosaico que la búsqueda de "El Dorado", pero sin duda con una recompensa más sabrosa a corto plazo.

A primera hora, sobre las nueve de la mañana, saco de su letargo a mi bicicleta y empiezo a dar pedales hasta mi destino. Cuando traspaso las puertas del mercado voy directa a la pescadería de Isabel donde compran las señoras del lugar. La pescadera, una maestra en el arte de despachar a las clientas, no pierde ni un segundo en discutir con la clientela a las que da siempre la razón para que la cola fluya y no se extravíen las compradoras impacientes a otro puesto. Lleva Isabel las uñas de los pulgares muy largas, curvas y puntadas de azul metalizado, lo que le da un aspecto esotérico. Con ellas es capaz de poner en el peso medio kilo de gambas en un solo puñado. La organización de su puesto es ejemplar, orientada a la eficacia. Ella despacha y cobra, pero el pescado lo limpia "el choco" que es un pescador jubilado, con boina y todo, que limpia magistralmente el pescado con una navajita. El mote le viene de su familia, de origen portugués, pero le va de perlas a su habilidad de limpiar el choco, tarea harto difícil. Mientras espero mi turno, me imagino que "el choco" es un marinero esclavizado por una sirena entrada en años y kilos, condenado de por vida a la limpieza del mencionado cefalópodo.

De vuelta al lugar de origen, con el pescado guardado en una bolsa térmica, regreso a casa con el preciado botín del día. El sol está más alto y la carretera tiene algunas cuestas que hacen que el esfuerzo del pedal lleve al desánimo (ver relato cuesta arriba). Para no sucumbir en el intento he empezado a observar el entorno para ver la manera de hacer más llevadero este paseo en bici forzoso. Tras varios trayectos me he percatado de que si se mira a la carretera a lo lejos se ve una empinada pendiente, pero si se mira al suelo sólo se ve una raya blanca y un sin fin de formas que van variando de composición conforme le das a los pedales. Combinando la mirada al horizonte para ver lo que se avecina con la mirada al asfalto multiforme que entretiene, se consigue llegar al destino casi anestesiada.

Una vez más la bicicleta me enseña la forma de vivir la vida: Para emprender cualquier acción es preciso tener una motivación y para distraer el esfuerzo de lo que esto supone hay que disfrutar de las cosas cercanas e inmediatas, mirando de vez en cuando a lo lejos para evitar darse un piñazo, pero lo imprescindible, porque agobia. Carpe diem.

Lula

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(1) Pateras
(2) Robalo, como dicen por estas marismas
(3) Después de escritas estas líneas, parece que me leyó el pensamiento y vino a casa con seis caballas.