Doradas mentiras

El invierno parece estar dando sus últimos coletazos. ¡Bien! Se acabaron las bufandas, las camisetas, los pesados abrigos, los tonos grises y marrones, pero, ¡horror!, eso significa quitarse ropa y ¿qué aparece? ¡La piel! Nuestra piel blancuzca y fofa arropando la horrible celulitis, necesitada de depilación y de rayos UVA (a falta de los naturales), despojada ya de las piadosas medias y de los jerséis de cuello alto, tan socorridos ellos.

Ya no hay disimulo que valga: hay que aligerar el vestuario. Y compruebas horrorizada que la minifalda del año pasado parece más corta y más estrecha, que la blusa celeste parece haber encogido y que tus pies han crecido, ¡no caben en las sandalias de tiras que te costaron un pastón! Todas las mujeres nos ponemos histéricas ante el espejo en estas fechas. ¿Todas? ¡No!

Existen unas privilegiadas extraterrestres capaces de lucir un bikini mínimo en febrero sin ningún complejo o un conjunto de lencería transparente en un desfile televisivo sin ningún pudor ni vergüenza. ¡Claro, ellas se lo pueden permitir! Máximo cincuenta kilos en casi uno ochenta. ¡Así, cualquiera! Y encima pretenden hacernos creer que son seres de carne y hueso. Bueno, de carne no sé, pero de hueso, seguro, es lo que más se les ve, muy bien adornado, desde luego. “No, si yo como de todo, no necesito hacer régimen”. ¿Será cínica? O a lo mejor es verdad y entonces te preguntas quién hizo el reparto de pesas y medidas en la creación. Alguien que no dominaba muy bien el sistema métrico, seguro. Pero estaba confabulado con las revistas llamadas femeninas, con la industria cosmética y farmacéutica y, desde luego, con las clínicas de cirugía estética y adelgazamiento. “¿Problemas de peso? ¡No hay problema! Comiendo un kilo de alcachofas al día perderá tres tallas en una semana. ¡Garantizado!” Lo que no te dicen es que para que vaya todo a juego se te queda una cara de acelga…

Si es casi pecado cumplir años y tener arrugas y algún kilo de más, hay que fastidiarse… Para consolarnos nos cuentan los ejemplos de Sofía Loren, Diane Keaton, Marisa Berenson y tantas otras que juran y perjuran que nunca han pasado por el quirófano y que su envidiable aspecto se debe al yoga, la dieta macrobiótica y, sobre todo, al amor, oh elixir mágico de la eterna juventud. ¡Ya! Y te lo tienes que creer… Recién levantadas querría yo verlas, sin tiempo más que para una ducha rápida, llevar a los niños al colegio, aguantar una jornada laboral de ocho horas, hacer la compra en el súper, preparar la cena… ¿Y encima tenemos que estar jóvenes y maravillosas pasados los cuarenta? ¡Venga ya!

Las que sacan de verdad tajada de todo esto son las revistas dedicadas a las mujeres. ¿Se han fijado en las portadas de estos meses? Deberíamos denunciarlas por publicidad engañosa, incitación al consumo y manipulación mental. Las ocupan chicas maravillosas, jovencísimas y doradísimas que te dicen:”Con nuestro régimen y estos cien productos, en dos meses estarás como yo”. ¿Cómo? ¿Arruinada? Porque si con mi sueldo tengo que pagar las cremas anticelulíticos, el gimnasio, los masajes y los rayos UVA, ¿qué me queda para comer? ¡Nada! ¡Ahí está el truco! Pero no, no te lo dicen así de claro, son más sutiles (seguro que las redactoras son gordas amargadas o sílfides abandonadas, porque una mujer feliz no escribe esas maldades).

Las consabidas páginas de cocina te ofrecen recetas para no engordar, regímenes que atentan contra toda lógica y trucos para adelgazar, del tipo: “Sustituye el pincho de tortilla de media mañana por una rama de apio y un vaso de agua”. ¡Y un jamón! No, qué va, el jamón ni olerlo, que lleva esa grasilla blanca que condensa todas las calorías de tres kilos de lechuga y dos de pepino. Muy sano, eso sí, pero tan aburrido… Y encima te lo tienes que comer a solas, como si fueras una monja de clausura, porque a ver quién aguanta los comentarios sarcásticos: “¿Qué, era la semana verde en el Lidl?” Es que no hay derecho… O tu marido se pone morado de paella y tú sigues dándole a la ensalada procurando no oler, ni ver, ni nada, a ver si por una tentación de nada vas a echar a perder tres semanas de sacrificio…

Y cuando por fin te decides a comprarte algo nuevo, un estampado alegre, por ejemplo, te encuentras con la dependienta con contrato de tres meses que te mira de arriba abajo con cara de superioridad porque suele medir un palmo más que tú y usar cuatro tallas menos y te dice: “No, para usted no tenemos nada”. ¿Qué pasa, que tengo tres brazos, dos cabezas y cuatro piernas? Es que hay que ser mala persona, no me digas. ¿Y la ropa interior? Ponte a buscar un sujetador mono más allá de la talla noventa, ¡ni de coña! Diseñadores como Calvin Klein sólo ven mujeres anoréxicas a su alrededor y claro, las humildes mortales no entramos en su ropa ni por casualidad. Pues por lo que cuesta bien podría poner unos centímetros más de tela… Pero no, hay que estar delgadísima, tener ojeras y poner cara de mala leche o de bruja perversa para ser modelo. Claro que si a mí me obligaran a llevar el pecho al aire en enero, ponerme esos vestidos horrorosos y subirme en esos tacones inverosímiles también me acordaría de la santa madre del diseñador por toda la eternidad.

¿Sabéis lo que os digo? Que viva la buena comida, sana y bien cocinada, los rostros sonrientes y la carne bien distribuida sobre el esqueleto. Y no sé vosotras, pero yo me voy a disfrutar con mi chico bajo las mantas, que aún hace frío.

 

Yolanda Bellod Giménez
(4/04/04)

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