El fracaso

Cuando entré en el internado a la tierna edad de seis años no sabía lo que era el fracaso. Hasta ese momento era capaz de hacer todas las cosas que me proponía y podría conseguir todos mis objetivos a base de perseverar con pertinaz insistencia. La alta autoestima, unida a un fuerte carácter, me hacían ser un pequeño monstruito. Las monjas rápidamente me pusieron una etiqueta: “Esta niña es muy soberbia”. En ese nuevo entorno, lejos de la protección materna, me esperaba la revelación de cómo es la vida a marchas forzadas.

En el colegio la vida venía regida por la religión. Antes de desayunar alimentábamos nuestro espíritu con una misa en latín. Allí cantábamos todo tipo de canciones sacras, desde el Salve Regina al Pange lingua(1). Las puras voces que entonaban estas canciones no eran fruto de la improvisación, más bien al contrario, eran consecuencia de los ensayos que hacíamos dos veces por semana todas las alumnas.

Sor Purificación, a quien llamábamos Sor Pura, era la monja responsable de formarnos musicalmente. Era muy gorda, con una triple papada, casi como Montserrat Caballé pero sustituyendo sus túnicas vaporosas por un austero hábito religioso. Llevaba unas gafas transparentes y tenía unas poderosas manos con las que daba pescozones al menor descuido.

En los ensayos generales, nos reunía a todas las alumnas en la sala de música. Nos colocaba de pie en distintas filas ordenadas por estatura. Al frente de la primera fila colocaba una bancada para poder subirse en ella y dirigir nuestros trinos desde cierta altura. Los kilos le restaban mucha agilidad y para subirse al banco se apoyaba en los frágiles hombros de las niñas de la primera fila. Por las leyes de la naturaleza, las niñas de menor estatura también eran las de menos edad, digamos que las que tenían unos seis años. Mis hombros fueron alguna vez apoyo de sor Pura para elevarse en su pedestal y sentí sobre ellos todo el peso del poder musical.

Nos tenía catalogadas en tres grupos musicales diferentes. El coro de Ángeles para las voces infantiles menores de diez años, el coro formado por las mejores voces afinadas del colegio y el pelotón. Por el articulo treinta y tres, sin prueba previa, pasé a formar parte del coro de Ángeles. Me hacía muchísima ilusión aprender cánticos en latín y lo prefería incluso a jugar en el patio con mis amigas.

Ensayábamos en el coro donde había un órgano que tocaba Sor Pura con su dedos morcilleros pero milagrosamente ágiles. Al principio no me sabía bien las letras en latín y cantaba muy bajito por si me equivocaba, hasta que me fui animando y saqué mi chorro de voz. Sor pura paró en seco su interpretación y dijo: “aquí hay alguien que desafina”. Hizo la prueba del nueve y fui expulsada del coro de ángeles.

En ese momento supe lo que sintieron Adán y Eva al salir de paraíso: consternación al saber que la situación no tenía retorno posible y que jamás volverían a ser las cosas como antes. Que lo que no puede ser, no lo es y además es imposible. De nada servía mi memoria para aprender las letras en latín o la entrega total de mi tiempo de ocio a la música, carecía de lo básico: no tenía oído musical. En ese momento supe lo que es una barrera insalvable y me escoció el fracaso.

Aquel fracaso me abrió los ojos a la vida e intuí que no sería el único, que tendría que descubrir todas mis carencias que hasta ese momento pensaba que no existían. La capacidad de reacción a esa tierna edad me dotó de un instinto de superación del fracaso y por eso, aunque le temo, lo conozco y sé que siempre lo podré superar.

Lula

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(1) Pange, lingua, gloriosi
Corporis mysterium,
Sanguinisque pretiosi,
quem in mundi pretium
fructus ventris generosi
Rex effudit gentium.