Hedía, hija mía, hedía...

De mis lejanos juegos infantiles recuerdo uno del que hacíamos víctima al recién llegado o el más infeliz del grupo. El juego consistía en darle un golpe en la cabeza con los nudillos de la mano y tras olerlos detenidamente fingir conocer lo que había comido ese día..

Es un recuerdo que me asalta en las ocasiones-afortunadamente escasas- en las que me veo inmerso en las aglomeraciones de los grandes almacenes, en los distintos espectáculos y concentraciones de masas, en los diversos medios públicos de transporte.

Y es que en ellas es obligado sufrir, cada día, los variados “olores” con los que nos obsequian muchos representantes de la fauna humana a los que no sólo el desodorante les ha “abandonado” sino también el agua, el jabón y la pasta dental

Entre esos desagradables olores se encuentra ese aire exhalado por la boca, que deja, desgraciadamente, de ser un “hálito“ o “ suave soplo” para convertirse en un insufrible olor que la medicina suele denominar halitosis.

Estos representantes de la fauna, --en los que es innecesario recurrir al infantil capón--, son reconocibles no sólo por su “perfume”: suelen sostener durante horas un palillo entre las comisuras de sus labios, chasquean repetidamente la lengua y se hurgan obsesivamente los huecos dentarios utilizando los más variados utensilios, entre ellos sus propios dedos

El hediondo, que así se le califica desde siglos, no sólo no trata de ocultar sus síntomas sino que se distingue por hablarnos aproximando excesivamente su cara a la nuestra, con la curiosa habilidad de dirigir exactamente su “chorro” de hálito hediondo a nuestra nariz

Un “hálito” que no es exclusivo de nuestros tiempos. Así parece deducirse del testimonio que nos brinda el emperador Marco Aurelio quien “alababa a sus legionarios húngaros porque no olían tan mal como los longobardos”

El que los longobardos tenían mal aliento” parece también confirmarlo una carta del Papa Esteban III —que advertía al gran Carlomagno de los peligros de la boda de uno de sus hijos con una princesa longobarda llamada Ermengarda :

“No se case con Ermengarda que es hedionda como todos los longobardos”.

El príncipe Luis “el bondadoso” haciendo caso omiso de las advertencias del Papa y sí gala de su apodo, se casó con Ermengarda y cuentan las crónicas mundanas de su época que al poco tiempo de la boda , “no pudiendo resistir su olor, acabó por repudiarla ”

A tratar de mitigar este desagradable síntoma se sumarán las recetas cosméticas de la célebre Trótula de la medieval Escuela de Medicina de Salerno :

“Se toman unas hojas de laurel y un poco de musgo, mezclándose todo con miel de abejas. Se mantiene un rato en la boca y con ello se favorece que el yacer con el esposo o con la esposa sea más placentero”

Un testimonio más cercano a nuestros días lo encontramos en las Memorias de Fanny Targioni Tozzeti , una de las mujeres a la que amó el gran poeta italiano Jacobo Leopardi (1798-1837). En los últimos años de su vida, ya anciana y decrépita, contestaba así a una niña que le preguntaba por qué no había correspondido al amor del poeta:

<<Hedía, hija mía, hedía ...>>

Miguel Arribas

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