La paella campera

Todos tenemos en lo más profundo de nuestro ser cierta querencia por las costumbres domingueras, entre las que destaca con luz propia “La paella campera”. Nadie se resiste a una invitación a semejante evento cuando la propone un grupo de amigos divertidos, entre los que se encuentra al menos uno que sabe hacerla con maestría.

Organizaron unos compañeros de trabajo de mi marido, de la noble casta de funcionarios, una paella en Alpedrete. En este caso, la experta cocinera además de su trabajo culinario aportaba el recinto campero, un chalet con parcela rústica propiedad de su familia. Nos juntamos cinco parejas con abundante prole de distintas edades, que rápidamente soltamos por la finca para su esparcimiento, de forma que los mayores pudiéramos concentrarnos para realizar el ritual de la preparación de tan barroco plato.

Dado que el chalet sólo lo usaban como segunda vivienda, todo el mobiliario del jardín lo tenían guardado en un cuarto trastero con un cierre metálico de esos que se abren de abajo hacia arriba. Por este motivo lo primero que se abordó fue intentar abrir el cierre para sacar las sillas y mesas, pero el primero que lo intentó fracasó de plano. A su auxilio fueron los compañeros masculinos, diciendo, ¡quita, quita!, déjame a mí. Varios negociados de esforzados funcionarios, por más que se empeñaron al unísono en empujar hacia arriba, no consiguieron mover el cierre ni un milímetro.

Resignados, pasamos al plan B de mínimos, sacamos una mesa de la casa para poner los útiles de cocina, renunciando a la comodidad de las sillas y las mesas. Con un espíritu entre hippie y bucólico cada uno buscó su trocito de monte donde aposentarse cómodamente. Se preparó el fuego de leña sobre el que se depositaría la paella de hierro que mágicamente transformaría el pollo, el marisco, las verduras y el arroz en un plato multicolor y sabroso.

A punto de finalizar la paella, el sector técnico de los funcionarios, capitaneados por el “perito Gallardo”, intentó in extremis abrir el cierre con un gato mecánico. Este alarde de esfuerzo atrajo la atención de todos los comensales, dejando la paella abandonada a su suerte para que reposase. En esto, un gato, en este caso de carne y hueso, atraído por el aroma de tan exquisito plato y viéndolo tan abandonado, se dispuso a meter su zarpa para catarlo. Al grito de ¡el gato! todos lo mirones se fueron hacia la paella, dejando al perito haciendo vanos esfuerzos en solitario.

El perito, persona de gran corazón, le salió su lado más negro y corrió a coger el gato, para practicar el tiro al gato ante los gritos de los niños que decían ¡no! ¡no!. Gracias a Dios eso de que los gatos tienen siete vidas algo de verdad tiene y el gato aterrizó sin mayores problemas, para alivio de los asistentes.

La anfitriona estaba muy preocupada por el cierre bloqueado, temiendo que su madre, por la que sentía un gran respeto, la responsabilizase de la rotura. Cuando caía la tarde y nos disponíamos a partir, aparecieron su madre y su hermano. Cuando vimos a la madre, viuda de militar y de carácter adusto, comprendimos el temor de nuestra amiga. Pero más nos preocupó el tamaño súper-king-size del hermano, un auténtico armario de luna.

Lo primero que hizo el hermano fue dirigirse al trastero para abrir el cierre. En ese momento todos temblamos y hasta los niños se quedaron callados. El mocetón, con una mano, agarró el cierre y lo subió hasta arriba de un solo golpe. De repente, todos empezamos a reírnos de una forma compulsiva, algunos hasta se doblaban de la risa. La madre nos dirigió una mirada gélida que no consiguió parar nuestra hilaridad. Lo peor de todo es que no podíamos comentarlo, por eso, si se cruzaban dos miradas empezaba de nuevo la risa. Los niños estuvieron muy prudentes y no dijeron ni pío.

Así terminó nuestra paella campera bucólica, entre risas y sin que llegara la sangre al río.

Lula

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