La salita

.. Continuación de En un lugar de La Mancha

El término salita corresponde a una época de España que abarca desde el franquismo hasta la llegada del PSOE al gobierno. En las casas presocialistas la vida se hacía en las salitas, junto a la mesa camilla y el costurero con los huevos de madera para remendar calcetines. El salón-comedor solo se utilizaba para la cena de Navidad y para hacer las reuniones de Tupperware con las vecinas.

Mientras, era en las salitas donde se desarrollaba la vida doméstica. Allí esperaban los novios -los que subían a casa- mientras las novias terminaban de arreglarse para ir al cine. Allí hacíamos los deberes y los trabajos manuales. Allí comíamos y suplicábamos que nos dejaran llegar más tarde por la noche. En fin, la salita era el corazón de cada casa.

Y la casa de Norman Bates, situada en un lugar de La Mancha, no era distinta en eso del resto de las casas de España. La salita, eso sí, era más grande. También era más oscura. Y tenía más muebles. Y más cuadros. Y más alfombras. Y muchos ceniceros con colillas de puros

Era allí donde mi madre nos refugiaba cuando caía el sol. Pero ni siquiera el parchís (al que llegué a ser adicta) conseguía distraerme de mis muchas preocupaciones. Miraba continuamente el trasiego de señores con escopeta que atravesaban la sala, y a continuación escrutaba la reacción del asesino. Al mismo tiempo, todos los cuadros de la salita me miraban a mí, seguramente eligiéndome como próxima víctima.

Así, en fin, transcurría el fin de semana. Cuando cargábamos las maletas en el coche para volver a casa, yo sentía un gran alivio. Pero luego me pasaba el resto del año queriendo regresar. Creo que esa fue mi primera y temprana relación con el morbo, como algo que te desagrada y de atrae con la misma fuerza

Seguramente por eso, por el efecto imán de atracción-repulsión, he vuelto ya siendo adulta y sin la protección de mis padres.

Volví en 1992, el año en que España se convirtió en Universal(1) , para comprobar que hay lugares que no se globalizan. El tiempo, detenido, seguía protegiendo con una capa de polvo toda la casa. Los encajes estaban más deshilachados, los cuadros habían oscurecido (cosa que parecía imposible), y las alfombras y cortinas presentaban un aspecto definitivamente raído.

Pero el recepcionista no había cambiado. Y digo que no había cambiado porque además de seguir siendo la misma persona, estaba como conservado en formol: la piel se le había pegado a los huesos del rostro y los ojos estaban algo más hundidos, pero seguía siendo flaco y siniestro como yo lo recordaba.

En esa ocasión viajaba con una amiga. A la mañana siguiente, me juró que había pasado la noche con una ilustre visita sentada a los pies de la cama. Según me relató aspaventada frente al café con leche del desayuno, la visita en cuestión era ni más ni menos que Lola Flores que, a modo de fantasma -menos mal que en esa época seguía viva-, le había estado relatando durante toda la noche mil y un avatares de su vida toda.

A mí la anécdota me hizo gracia, si bien no me sorprendió en demasía. Imaginé como, en los difíciles años de la posguerra, la folclórica había recorrido el país alojándose en pensiones y hostales de carretera. En éste, al estar tan de paso entre Andalucía y Madrid, seguro que llegó a dormir con todo el cuadro flamenco en más de una ocasión. Y algo de su espíritu debió quedar rondado por allí, quién sabe si confundido con el alma en pena de la germana.

S.M

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(1) Exposición Universal de Sevilla; Madrid, Capital Cultural de Europa; Juegos Olímpicos en Barcelona; V Centenario del Descubrimiento...