Las ganas de hablar

Cuando se pierden las ganas de hablar, es cuando de verdad uno se da cuenta de lo que hablamos. Muchos y variados pueden ser los motivos de tal pérdida, sin embargo, no resulta relevante. Al callar, todo un mundo de sonidos y voces rodean los perímetros de uno mismo. Sin ganas, todo es difícil; hablar mucho más.

Me doy cuenta que oír sin escuchar se convierte en todo un arte prodigioso para el que ha perdido las ganas de la conversación fácil, la educada.
Asentir, sonreír e incluso intercalar breves frases corteses sin enterarse de nada, es puro arte del fingimiento. Fingimiento que recoge la necesidad de no ser molestado.

Esta mortificación, que de normal se soporta con resignación y cortesía, en el estado carente de ánimo se convierte en una pesadilla. La inconsciencia de la gente que incordia, fastidia, agobia, al paciente interlocutor con la inoportuna charla, a la que es sometido sin querer, supone tal esfuerzo que agota el intelecto y la paciencia. Parece una tontería, pero son legión los seres que habitan este planeta que se alían o conjugan para someternos a sus deseos verbales de autorrealización, flagelación, mortificación y un montón más de “on” a los que hemos perdido las ganas de hablar en ese “su momento.”

Cada mañana de los últimos tres años, entre prisas por no llegar tarde a trabajar o llevar los niños al colegio, he soportado con paciencia la charla de un vecino latoso. Un día eran las plantas, otro mi perro, otro el cartero, otro la limpiadora del edificio, otro el del segundo G con la música etc., etc. Cada día ha tenido motivos para pararme diez minutos y volverme esquizofrénica. Educadamente le he escuchado con paciencia y una sonrisa en los labios hasta hace dos días. De repente no he podido más, todos los diques de contención se han roto y dos lágrimas como dos ríos me han surcado la cara hasta llegar a mi cuello sabedora de que otra vez me hacía llegar tarde a trabajar. Ajeno a mi descomposición parloteaba sin cesar sobre la necesidad de poner un vado en la entrada del garaje cuando ha visto mis lágrimas, torpemente me ha dicho adiós y se ha perdido en la profundidad del portal.

Me he quedado trastornada y fría, ¿qué pensará de mí ahora? Me imagino los comentarios alrededor de su mesa camilla con otros vecinos sobre mi humilde persona. Un Señor tan mal pensado y con tanto tiempo para divagar: ¿me creerá una desquiciada? ¿Una loca de la vida? ¡Sabe Dios que creerá¡

Lo que sí sé es que a partir de ahora me evitará cuidadosamente y si yo antes me escondía de él, ahora lo hará él de mí. También que sufriré el ¿desdén? de no ser la elegida para conocer las novedades del bloque, pero……. y las ganas de hablar que me han entrado de pronto ¿qué?.


Marta

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