Lepe´s golf

Escribo estas líneas con la sangre aún caliente después de una pesadilla de una tarde de verano. Más que el sofocante calor, es la indignación la que eleva mi temperatura sanguínea hasta el punto de nublar mi mente.

Lo que parecía una agradable tarde estival dedicada al relajante juego del golf se tornó por arte de birlibirloque en desazón, apareciendo desde el principio señales que anunciaban que mejor me habría quedado durmiendo la siesta o leyendo un buen libro.

Salimos para el campo de golf de Isla Antilla con la hora justa, pero la ausencia de señalización nos hizo dar más vueltas que un trompo hasta que encontramos la casa club, con el desconcierto de ver los distintos hoyos a derecha e izquierda pero ignorando por dónde se entraba al campo, como en esas pesadillas en las que se intenta hacer algo pero siempre resulta imposible.

Cuando por fin encontramos la casa club, como premio a nuestra perspicacia al encontrar la entrada al campo, nos dieron un sablazo en el alquiler del carro para los palos. Pasados de hora, con todo el calor del mundo, nos dispusimos a salir del tee del 1 mascullando una maldición a estos atracadores, seguramente descendientes de los bandoleros de Sierra Morena que en vez de patillas y navaja al cinto visten un polo y una gorrita de visera.

El campo de golf de Isla Antilla lo ha tenido que diseñar un resentido social, donde ha dejado plasmada toda su "mala follá". Todo es abrupto, espinoso, difícil, con engaño, con miles de trampas, no hay puntada sin hilo, todo está premeditadamente diseñado para el fracaso. Los hoyos no son un desafío, son un tormento creado por una mente enferma. Desde el primer hoyo empecé a sentir una sensación de zozobra que no sólo no me abandonó sino que se fue acrecentando con nuevas sorpresas desagradables.

Al terminar el hoyo 4 surgió, como en un espejismo, una señorita ofreciendo agua. El nicho de negocio es perfecto, no ponen máquinas dispensadoras de refrescos y el próximo punto con agua potable está en el hoyo 6, ergo en el hoyo número 4 están los pardillos de los jugadores más secos que la mojama y por tanto dispuestos a pagar 8 veces el valor de la botellita de agua.

Cuando me encontraba farfullando nuevamente por los bajos: ladrones, ladrones... apareció uno de los múltiples seguratas del campo portando uniforme macarra (incluidas las gafas de espejo) y moto-triciclo todo-terreno. En actitud muy propia de su gremio, se quedaba parado mirando de forma displicente mientras salíamos del tee del 5, no dijo nada, pero intimidaba. Una vez que consiguió que me pusiera nerviosa e hiciera una salida espantosa, se alejó en busca de otras víctimas (seguro que es pariente del diseñador del campo, se le notaba la vena sádica).

Llegamos al hoyo 7, espeluznante, igual que un agujero negro que absorbiera todas las bolas. Todo estaba perfectamente calculado para que las bolas rodasen y se perdieran entre la multitud de arbustos impenetrables estratégicamente colocados en el final de la cuesta. Después de perder tres bolas, desistí de jugarlo, me faltaba "swing", confianza en mí misma, abstracción del entorno, sólo un milagro haría posible que superara tales barreras demoníacas. En ese punto pensé en cortarme la coleta y no volver a jugar a este maldito juego. Mientras iba ensimismada con mis lúgubres pensamientos, escuché a un guardia jurado montándole una bronca a unos niños que habían entrado en el campo. Les amenazaba con denunciarlos y pedía refuerzos al lugar de los hechos, por cinco cochinas bolas que los chavales habían recogido del campo.

Me parecía a mí que el daño colateral causado por los muchachos no les iba a arruinar el negocio, máxime con los amplios márgenes comerciales (por no llamar usura) que aplicaban a todos los extras. Entretenidos los de seguridad en demostrar su profesionalidad y su hombría frente a tan gran enemigo, me alejé con el corazón en un puño camino del vía crucis de la siguiente vuelta.

El hoyo 11 era el más difícil del recorrido, dada la inclinación lateral de la calle. Independientemente de donde cayera la bola, ésta rodaba a la izquierda con dos posibles resultados: quedarse en un búnker o irse fuera de límites. Nunca he deseado con tanta fuerza que la bola se hundiera en la arena.

A las 9 pm., en el hoyo 17, apareció un empleado del campo montado en un "buggi" que me comunicó que ya se había cerrado el campo, me arrebató el carro de los palos que había alquilado y, como el profeta Elías, se alejó en dirección al sol poniente. Me quedé de piedra. ¡Que no me dieran ni 10 minutos de cortesía!, claro que la cortesía no es un servicio que esté disponible en ese maldito campo.

A la salida, aunque estaba sedienta, le dije a mi marido: antes muerta que hacer en este campo el más mínimo gasto, y no paramos hasta que salimos del Municipio de Lepe para tomarnos unas cañas.

Lula

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