Los grandes enigmas

Durante algún tiempo trabajé en una editorial especializada en temas mágico-esotérico-espirituales. Allí aprendí a hacer libros, noble oficio donde los haya. Y también tuve ocasión de conocer todo un espectro de seres que por uno u otro motivo no estaban lo que se dice dentro, dentro de la norma.

Han pasado casi dos lustros y de entre todos ellos conservo el recuerdo, particularmente entrañable, de uno de esos personajes, el señor Juan Puigcerdá(1).

Un buen día, estando en la oficina corrigiendo galeradas, me pasaron la llamada de un señor que estaba interesado en uno de los autores con los que trabajábamos. Se presentó como Juan Puigcerdá, de Andorra. Por su voz siempre supuse que era un caballero de edad, amante de la conversación y las buenas formas. Según me explicó, se dirigía a la editorial para que le facilitáramos información sobre la próxima publicación de los libros de Zecharia Sitchin(2).

Ese primer día tuvimos una larga conversación, si bien no consigo recordar sobre qué. El caso es que a la semana siguiente volvió a llamar. Los libros de Sitchin seguían en proceso de edición y aún tardarían en salir. A él no pareció importarle. La conversación derivó y terminamos hablando de San Juan de la Cruz.

Por esa época la editorial había dejado de ir bien, por lo que yo cada vez tenía menos trabajo. El señor Puigcerdá siguió llamando, puntualmente, una vez a la semana. Puesto que las llamadas las hacía desde Andorra supongo que debieron costarle un dineral. Fuera como fuera, el caso es que durante unos seis meses hablábamos una vez a la semana. Nos echábamos largas parrafadas -más sobre lo divino que sobre lo humano- y nunca nos hicimos preguntas ni confesiones de tipo personal.

Hablábamos de cuestiones sublimes, puesto que ambos deseábamos alejarnos de todo lo mezquino y mediocre de la existencia. Encontramos -ambos- una voz sin rostro al otro lado del teléfono que ponía palabras a todo lo que no las tiene. Mantuvimos largas pláticas que se me pierden entre el humo de los cigarrillos y los clips desparramados sobre la mesa de la oficina.

Pero de todas ellas recuerdo una conversación que venía a resumir todas sus inquietudes. Y su interés por el Sr. Sitchin. Me dijo que cuando leyó el primero de los libros, encontró la respuesta a la pregunta ¿quiénes somos? Su curiosidad, por tanto, se disparó. Y también su sorpresa cuando al leer el segundo libro encontró la solución al segundo enigma: ¿de dónde venimos?

- Como comprenderás -me dijo-, estoy absolutamente impaciente por leer el próximo libro. Ya estoy mayor y solo me falta la respuesta a una cuestión: ¿a dónde vamos?

Frente a planteamiento semejante, decidí fotocopiar el manuscrito en el punto en el que estaba -traducido por un argentino(3) , sin corregir y con las ilustraciones descolocadas- y enviárselo por correo.

Nunca volví a tener noticias suyas. Quiero pensar que encontró la solución y que ya nunca volvió a necesitar hablar por teléfono, ni conmigo ni con nadie.

S.M

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(1) Por cuestiones de anonimato, el apellido es ficticio. El suyo tenía una fonética tan catalana como esta.
(2) Astroarqueólogo afincado en USA de origen hebreo. Estudioso de los libros sagrados y ferviente defensor de la vida extraterrestre, sus teorías relacionan los grandes hechos de la humanidad con la presencia de seres alienígenas.
(3) Encargábamos las traducciones a Sudamérica por ser más baratas. Después había que hacer una corrección salvaje para suprimir todos los giros y modismos.