PAPEL P'AL PECHO

Para mi suerte o mi desgracia soy funcionaria desde el año 87. Aprobé las oposiciones a temprana edad, y la obtención de tan ansiada plaza pronto frenó todas mis expectativas de progreso. Y cuando digo todas, quiero decir todas. A los 22 años había alcanzado mi techo laboral y me asfixiaba ante la idea de no aprender ni hacer nada nuevo en los lustros que estaban por venir.

Así pues, busqué trabajo fuera de la Administración. Y lo encontré. Pedí una excedencia y me empleé como secretaria de dirección de un alto ejecutivo de las finanzas, en una editorial como correctora de estilo, en diferentes revistas como fotógrafa, e incluso como cronista para publicaciones económicas, náuticas y hasta esotéricas.

Lógicamente, todo esto me dio una culturita y una mundología que me han sido muy útiles para desenvolverme en la vida. Pero finalmente la realidad se impuso: El financiero era un tirano hijo de puta, la editorial quebró, nunca tuve dinero para comprarme un buen equipo fotográfico y el trabajo de reportera junior estaba mal pagado y exigía una cantidad de horas verdaderamente inhumana.

Así pues, un aciago día decidí pedir "el reingreso". Durante más de cinco años me había desconectado de la rutina administrativa, asomándome a mundos donde presencié intrigas por el poder y conocí a esas personas que lo manejaban verdaderamente, bien desde los medios de comunicación o lanzando OPAs en la dorada década de los 90(1).

Pero a lo que íbamos. Estaba cansada y quería tener tiempo libre para estudiar o para hacer retiros espirituales. Séase, cuando decimos eso tan femenino de es que no tengo tiempo para mí. Así pues, reingresé y me enviaron -no sé si como castigo por disidente- a Vallecas. El shock fue tremendo. Y como ejemplo, valga un botón:

A media mañana, ahíta de ver gente desagradable y archivadores metálicos de posguerra, decidí ir al baño. Situados en la planta noble (junto a los despachos principales), los aseos del recinto estaban custodiados por un orondo ordenanza engalanado con discretos entorchados dorados. Siempre perdida en ensoñaciones pueriles, me dije que tenía una cierta semejanza con los porteros del Palace. Lo saludé y noté un aire soterrado de superioridad en su mirada que no supe muy bien a qué atribuir, pero como la fisiología se imponía de manera definitiva, desestimé el asunto y continué hacia mi objetivo.

Una vez alcanzada la aséptica soledad de la porcelana Roca, reparé en un detalle fundamental: no había papel. De manera que me dije: a ver si el señor de la puerta me puede decir cómo conseguirlo. Continué manteniendo el control sobre mis esfínteres cada vez con más trabajo, pero no me quedaba otra. Salí y le dije:
- Disculpe, se ha acabado el papel del baño. ¿Sabe donde tengo que pedirlo?
Sonriendo, esta vez abiertamente superior y despectivo, contestó:
- Sí, a mí.

Y guardó silencio, las manos cruzadas sobre la pelota de nivea que era su tripa. Cada vez más apremiada, se me agotó la paciencia ante tanta estupidez, de modo que le espeté:
- Pues démelo, por favor.
De manera pausada, paladeando la tortura de mi creciente impaciencia, sacó un enorme manojo de llaves -ostentoso símbolo de poder- y anduvo examinándolas una a una hasta que escogió una pequeña para abrir el segundo cajón de su mesa metálica. Sacó un rollo de papel que a mi me pareció blanco, mullido, de los del perrito y hasta perfumado(2) . Lentamente, y con recochineo, me cortó un trocito más bien escaso que me alargó entre unos dedos gordezuelos y abotargados. Ante tanta mezquindad y con mi escueto pedacito allí en medio, delante de todos los que pasaban evaluando la cantidad de papel que tenía en mi mano, no puede por menos que decirle con mucha mala leche y cierta dosis de sinceridad:

- Oiga, es que son aguas mayores.

En ese momento su sonrisa terminó de iluminarse triunfalmente. Con la misma cadencia, cortó otro cachito de papel del mismo tamaño y me lo alargó condescendiente y paternal, al tiempo que pude leer en su frente la única palabra que llenaba su cerebro: cagona.

Finalmente vencida por su miseria y mis esfínteres, entré nuevamente a la tan ansiada blancura alicatada. Y allí, sola, y gracias a Dios vaciada, tuve una revelación espléndida respecto a lo que es el poder. Comprendí que en realidad no importa tanto cuánto poder real tenemos, sino cómo lo manejamos. Aprendí mucho sobre la mezquindad del ser humano, y sobre esa horrible condición que nos hace sentir superiores a otro porque le podemos dosificar el papel higiénico.

¡Dios, qué difícil fue ese primer día! Lo peor es que cuando empecé a llorar me tuve que enjugar las lágrimas con la manga de la blusa. Me prometí a mí misma que haría cualquier cosa antes que tener que mendigar un kleenex.

S.M

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(1) Cuando llegué a Madrid, La Movida estaba en los últimos coletazos, en cambio tuve asiento de primera fila para el boom del 92 y las sevillanas mecenadas por Mario Conde
(2) Ya se sabe que los estados de extrema necesidad, y éste lo era, producen alucinaciones, y que los gestores municipales son rácanos en estas partidas presupuestarias tan importantes para el nivel de irritación del funcionariado. Como finalmente pude comprobar era del barato, rasposo y de una sola capa.