Paquete Express

Mi hija mayor, la erudita, se ha marchado a Bremen con una beca Erasmus para estudiar filosofía pura en alemán. Como está en periodo de aclimatación, nos carteamos a diario por e-mail y me cuenta todos lo detalles, incluso el menú de la facultad, agárrense: hamburguesa de col con queso, acompañada con salsa de yogur, supongo que para facilitar el tránsito. Tomé nota de tan sugerente menú y no pude por menos que compadecerme de su suerte gastronómica(1).

El otro día me pidió que le enviase el libro de Kant titulado Crítica de la Razón Pura, y en ese momento se me iluminó el cerebelo con una idea: le enviaría un paquete con este libro que alimentaría su espíritu, pero para evitar que llegase a levitar, le adjuntaría alimentos materiales ricos en grasas saturadas, que estimulasen sus sentidos del olfato y el gusto. Y dicho y hecho: compré todos los elementos necesarios del continente (caja de cartón, rollo de embalar, papel para envolver y cordel para atar) y aprovisioné el contenido (chacinas ibéricas variadas y latas litoral de guisos nacionales). Una vez dispuestos todos los elementos, mi marido -que es muy apañado cuando se estira, amén de ingeniero- hizo un estudio de cargas y distribuyó el contenido de tal guisa que todo llegase en condiciones óptimas independientemente de la posición de la caja. A continuación lo envolvió con una elegancia que ya quisieran las dependientas del Corte Inglés y como remate final lo ató con el cordel, anudando los extremos con una pericia propia de un marinero.

No sé si la vida es muy difícil o yo soy muy tonta, pero la tarea más sencilla se me complica y paso unos apuros tremendos a pesar de mi presunta planificación. Este fue el caso del envío del paquete a Alemania. Era sábado, y entre pitos y flautas salí de casa a las 12:50 para entregar el paquete. Previamente miré por Internet en la web de correos(2) para saber cuál era la oficina más cercana a mi casa, que resultó ser la de la calle Téllez. Llegué a las 13:00, al punto que echaban la cancela, pero esto no me desanimó, apliqué el plan B y me dirigí a la central de correos, sita en Cibeles. Aparqué enfrente de la puerta principal, subí las escaleras portando el paquete que pesaba 9 kilos y una señorita muy amable me dijo: ese paquete pesa más de dos kilos, tiene que llevarlo a la puerta N. Bajé las escaleras, recorrí el largo trecho que va desde la puerta de "A" a la "M" y se me puso cara de boba porque no veía otra puerta más allá de la "M", hasta que pasado un rato veo una flecha que ponía "puerta N", seguí la flecha y encontré una puerta sin nombre. Bajé las escaleras, vi ambientillo de paquetes y deduje que debía ser allí. La oficina era una especie de mazmorra poco iluminada, con un calor sofocante y estaba atendida por funcionarios para los que el tiempo no es oro, y su ritmo se asemeja al de ese animal llamado perezoso. En ese momento eran las 13:15 y habría unas siete personas en espera y dos funcionarios despachando. Me pareció que tardarían poco en atenderme, pero me equivoqué(3). Aún me quedaba hacer la compra en el mercado y me debatía entre alimentar a la hija pródiga o al resto de la familia. Conforme transcurría inexorablemente el tiempo iba aumentando el enfado conmigo misma, llegando a un punto de tensión que ni los brokers de NY en cualquier sesión de bolsa de hoy día. Finalmente, a las 14:00 deposité el paquete rumbo a Alemania y con muchos apuros pude hacer la compra en el mercado.

En estos momentos el paquete que contiene la sabiduría de Kant arropada entre aromas del eau de porc estará volando hacia Alemania, donde lo espera una becaria harta de col.

Lula

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(1) Como se ve, en esto me repito sistemáticamente con todas las madres del mundo. Preocupación número uno de una madre cuando un vástago se marcha: Hij@, ¿comes bien?
(2) La web de correos me pareció magnifica en estética y usabilidad (término censurado por mi correctora de estilo).
(3) Como aquella paloma de Rafael Alberti que no daba una