Pasando el fin del mundo a la derecha

Hay un bar pasando el fin del mundo, a la derecha, lleno de pescadores. Cuando salen a la mar y pescan, dejan en él buena parte de las ganancias. Y cuando hay temporal y no pueden salir los barcos, se refugian en él y gastan lo que aún no ganaron.

Nadie recuerda a ciencia cierta cuándo se instaló allí el garito original, que consistía tan solo en el puente de un barco que desmantelaron y que quedó plantado en la inmensa explanada que quedaba entre el puerto y los pinos. A él llevaron un barril pequeño de roble americano con una madre que resultó ser la madre de todas las madres de los vinos de Chiclana .

Con el paso del tiempo, al puente del barco se le añadió un porche de cañas y uralita. Y luego otro porche. Y le pusieron paredes de ladrillo. Y construyeron una cocina para freír chocos y morena en adobo. Por último, le hicieron un vestido de lunares con el cemento de las paredes y trajeron barajas y juegos de dominó. Lo único inmutable continuaron siendo el barril de vino y los pescadores.

No hay mejor sitio en el mundo para barruntar el levante. Entre el griterío de la barra y los golpes de las fichas de dominó sobre las mesas de plástico, de repente empieza a crecer un quejío, y alguien da ritmo golpeando el vaso contra la barra. Mientras el son va ganando espacio, el ruido disminuye hasta convertirse en milagroso silencio. Y entra otro hombre por la puerta, se recoge la chaqueta y da dos pasos toreros. Entonces la alegría estalla, y todos le llaman fantasma, y payaso, y cosas peores. Pero el lío ya está armado. Los cantaores se miran, retadores, y se jalean y se ríen, y se centran, y se ponen serios. Y alguien invita a vino. Y todo los celebran y dan el primer trago, aún fresco de madera oscura, para aclararse la garganta. Y de repente alguien dice: "Así cantaba el Gordo de Triana ", y con una garganta sin voz acaricia los corazones de todos.

En los días en que hay guitarra abundan los fandangos, mucho cante de Jerez y hasta por Farina hay alguno que se arranca. Poco a poco, el tono se va elevando, tanto en las letras como en la intensidad de las coplas. Los teloneros caldean el ambiente para provocar a los más veteranos, que se dejan querer antes de arrancarse. Y de entre todos los parroquianos hay uno experto en percusión con el cajón y los timbales, otro en redoblar con palmas, otro que tiene el timbre y el porte de nuestro Joselito , otro que se sabe todas las letras de los Calis , los Chichos y los Chunguitos , y otro con bigote que a partir del cuarto vaso, irremediablemente, se arranca por jotas.

Siempre me emociona ver y escuchar a ese conjunto de hombres de la mar que, vaso a vaso, se van volviendo música al compás del viento. Y que buscan la risa, la emoción y el cante como si les fuera la vida en ello.

Uno de ellos, a modo de aclaración o sentando cátedra (que aún no lo tengo claro), me dijo un día en que mirábamos las musarañas a través de nuestros vasos llenos de vino color oro fino: "Niña, como decía mí güela: lo que me río y me divierto, la muerte no se lo lleva".

A continuación, se rió y alzó la mano para señalarme como, en la explanada de albero que nos rodeaba, el levante levantaba torbellinos de polvo color vino que parecían celebrar y bendecir nuestra existencia. 

S.M

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