Un mito del fin del mundo

Hubo un tiempo en que el mundo tenía límites precisos. Era un mundo cerrado, con un gran mar interior y rodeado por la inmensidad de lo desconocido, en el que convivían dioses y hombres. Del amor entre el más fuerte de esos dioses y una mujer nació un gigante al que llamaron Heracles.

Cuando Heracles creció, su parte humana -¿o fue la divina?- buscó una esposa y con ella engendró varios hijos. Pero un día, en un arrebato de locura –no sabemos si humana- les dio muerte. Para purgar su falta, el Oráculo le encomendó servir a un gran rey durante doce años.

Esclavizado así por su pecado, el gigante Heracles tuvo que hacer de todo para el rey: robar manzanas en el jardín de unas ninfas, encadenar al dios del mar, embarcarse en una nave cedida por el sol, matando águilas, enfrentando a todo tipo de bestias y engañando a otros colosos por el camino.

Un día, llegaron hasta el rey noticias de unos bueyes de mirada fiera y pelo rojizo, brillante y sedoso. Pastaban estas bestias fuera de los confines del mundo conocido, junto a la morada secreta de Helios. Y puesto que el rey deseaba esos rebaños, pidió a Heracles que se los trajera.

Heracles emprendió su viaje dirigiéndose siempre hacia poniente, hasta que se encontró con una cordillera que le impedía seguir avanzando. Había llegado al fin del mundo, tras el que estarían los bueyes retintos.

Determinado a conseguir su objetivo, Heracles abrió una grieta entre dos montes, los llamados Calpe y Abila.   Desde entonces, la  brecha que franqueaba el camino hacia  lo desconocido permitió a los hombres llegar a otras tierras, otros mares y otras costas. Llegar, al fin, a lo que estaba plus ultra.  

Y fue así como los hombres, al sentir que los rígidos límites del mundo desaparecían, creyeron sentirse dioses. Y fue a a partir de entonces cuando los dioses se replegaron hacia su propio monte, el Olimpo, dejando a los hombres solos frente a la inmensidad de lo ignoto.

Cuentan los navegantes que aún hoy día pueden verse las siluetas de dos montes custodiando las puertas del gran océano, salpicadas sus laderas por manadas de toros con mirada fiera y pelo rojizo.

S.M

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