Utopía

Me dejé llevar por la Utopía, como tantas veces. No me curó la lectura de 1984, no escarmenté con el Quijote, más bien me reafirmé en ella. Mi mala cabeza me ha llevado de nuevo a reproducir en la vida real el capítulo XXII de la primera parte del Quijote titulado De la libertad que dio don Quijote a muchos desdichados galeotes y encontrarme con la figura de Ginés de Pasamonte(1).

Ocurrió que mi corazón se apiadó de los pobres alumnos que estaban encadenados a la galera de los exámenes. Comenté con mis compañeros de la asignatura la posibilidad de realizar evaluación continua a los estudiantes, favoreciendo el esfuerzo y la dedicación frente al sistema actual de jugárselo todo en dos horas de examen. Estaba convencida de que los alumnos se podrían centrar en el aprendizaje libres de las pesadas cadenas de los resultados.

Conté con el entusiasmo de un compañero y la aceptación un poco escéptica del otro. Llegamos al acuerdo de aprobar con un 75% por asistencia a clase, una práctica y un trabajo. Todo ello respetando el derecho al examen para los alumnos que no se acogieran a esta modalidad. Confeccionamos las normas de calificación y las presentamos el primer día de clase.

El siguiente día de clase supimos que habíamos muerto de éxito: el número de alumnos se había más que duplicado. Lo que era una asistencia de 30 alumnos interesados en la asignatura se convirtió en 80 estudiantes interesados en aprobar. La masificación de la clase hacía que hubiera permanentemente un ruido de fondo de conversaciones que hacía muy difícil que se escuchara la voz del profesor. Nos inquietamos al darnos cuenta de que los objetivos de los estudiantes divergían de los nuestros, pero a lo hecho, pecho, había que tirar para delante.

Las clases consistían en la explicación de un tema y la realización de ejercicios por los estudiantes que entregaban a su finalización. Esta entrega servía para certificar la asistencia del alumno, para valorar su atención y para tener una feedback de la comprensión de lo explicado. Todo muy positivo hasta que la sufrida profesora llegaba a casa a las 9,30 de la noche y desplegaba sobre la mesa de la cocina los 80 ejercicios, los ordenaba alfabéticamente, los corregía y pasaba las notas a una megahoja de cálculo hasta que quedaba desfallecida.

Esta evaluación continua se convirtió en una enorme tarea síncrona que devoró mi tiempo libre. Cuando terminé mis clases de teoría comenzaron las tutorías para las prácticas. Mi despacho de la Universidad parecía el camerino de una estrella del rock, una multitud de jóvenes se agolpaba a la puerta para que le resolviera las dudas. Los que no pedían tutorías me enviaban correos. Llegué a tener una media de 10 correos al día llenos de dudas, algunas de ellas incatalogables sin usar palabras gruesas. Las tutorías cesaron en las vacaciones de Navidad, pero los e-mails no. Continué teniendo el buzón lleno y hasta empezó a darme aprensión abrir el correo. Solo descansé el día de año nuevo en el que mandé todo a la porra y me puse a escribir el post de El blog como religión .

Pero ahí no terminan mis males, porque tanta dedicación tuvo por pago la ingratitud humana, que no tiene límites. Cuando los estudiantes se vieron libres de los exámenes al tener el 75% de las asistencias cumplidas pensaron que no les reportaba ningún beneficio asistir a clase. No contentos con ello cuestionaron la realización del trabajo al encontrar una ambigüedad en las normas de la asignatura que no especificaba una nota mínima en el trabajo y la práctica.

El coordinador se tuvo que enfrentar a los delegados de curso que defendían la no obligatoriedad de los trabajos/prácticas, la justificación de ausencias por enfermedad o por asistencia a actos académicos, etc. Al final tuvo que admitir pulpo como animal de compañía y dar por válida una entrega vacía.

Con disgusto aprobé por asistencia a un par de estudiantes (chicas) con la entrega de un trabajo en blanco, no sin antes enviarles un e-mail reprobando su actitud y manifestando mi malestar por su actitud oportunista. Otro par de estudiantes (chicos) entregaron un trabajo en el que no se molestaron en borrar el nombre de los autores, que por supuesto no eran ellos. Aunque es muy noble el derecho a la cita, como dijo mi marido cuando se lo conté, no tuvimos por menos que ponerles un cero a estos Ginés de Pasamonte (autores apócrifos). Al menos a éstos no les llegó la nota para aprobar por asistencia.

Así me quedé, como describe Cervantes al final del capítulo XXII “ don Quijote, mohinísimo de verse tan malparado por los mismos a quien tanto bien había hecho ”.

Conclusión: el año que viene el examen será de tipo test, de los que restan las respuestas incorrectas .

(1) Ginés de Pasamonte no era otro que Avellaneda el autor del Quijote apócrifo.