Mi ángel
Luna tuvo una infancia dura. Abandonada a su suerte en un orfanato de monjas desde chiquita, su cuerpo se le quedó menudo, enjuto y encogido por la parca alimentación y la mucha humedad del mediterráneo. Cuando yo la conocí, debía frisar los cuarenta, pero continuaba teniendo un cuerpecillo adolescente, a medio hacer. Siempre gentil y amable, repartía su sonrisa con el corazón en las manos. Aprendió de las plantas y las flores, y con ellas...
