La cocina de mi amiga

Aquesta imagen me la mandó una amiga con el siguiente comentario:

"Ahí te va una foto de la cocina de casa. Has pasado tantas horas en ella que es casi tuya. Observa el portátil con la foto del acantilado y el soporte para disipar el calor. Sí, es una tabla para partir el pan, un invento que está creando tendencia."

Mirando atrás –tengo prejuicios contra el verbo "recapitular"-, resulta que mi vida está llena de cocinas y ésta es, efectivamente, una de las que más ratos me ocupó. Al verla, se me vinieron de golpe a la memoria unas cuantas.

La primera que recuerdo es la de mi bisabuela, en un gélido pueblo de la provincia de Burgos, y que no era una sino dos: una cocina propiamente dicha, con su mesa de madera, su fregadero y su cocina económica -de hierro fundido y con leña como combustible-. Y la otra, mi favorita, una habitación muy pequeña con un hogar-chimenea y una olla colgando en la que siempre bullía algo. En un taburete bajo se sentaban mi bisabuela y sus ropas de luto, mientras que yo comía patatas asadas con sabor a ceniza junto a ella.

Después está, por supuesto, la cocina de mi madre, con su mesa de formica para hacer los deberes y el poyo de mármol para amasar pestiños. Allí gestamos, mi progenitora y yo, la complicidad de cocineras y recitadoras incansables de poetas románticos que nos sigue acompañando hasta el día de hoy. Es oler el ajonjolí de la masa de las rosquillas y recitar mecánicamente: "¿Qué es poesía? Dices mientras clavas en mi pupila tu pupila azul...."

Más tarde empecé a habitar mis propias cocinas, las de las múltiples casas de alquiler de mis años en la metrópoli. De entre todas ellas, tan solo recuerdo con cariño las dos últimas, cuando pasaba las mañanas de los sábados cocinando para toda la semana. En esa época, se me unía en la cocina un amigo británico que consiguió aprender a hacer un gazpacho algo más que aceptable.

Y, cómo no, las cocinas de los amigos. En las que siempre acababa con los habituales de los tés y los cigarrillos. En ellas me contaron –o conté- a media voz más de un secreto. En ellas también preparaba bocadillos para los niños de turno, o les ayudaba con los deberes mientras merendaban.

Por eso ahora, cuando me llegó esta foto, acudieron al recuerdo y sus entrañas todos aquellos que desgranaron sus horas –y por tanto parte de su vida- conmigo en torno a la mesa de una cocina.

Y la imagen que nos ocupa, de una cocina que visité asiduamente durante más de una década, me gustó porque refleja bien el signo de los tiempos –de éstos, digo-. En el sentido de que recoge muy bien la cosa de la raja; esto es, cómo se imbrica la tecnología TFT con la tabla de pan de toda la vida, cómo al final la cocina termina engullendo -como ha sido desde que el mundo es mundo- los avances tecnológicos:

  • El portátil última generación ha emigrado del despacho a la cocina.
  • En el salvapantallas luce desafiante la foto de su propietaria sobre un acantilado del fin del mundo, asidero mental –supongo- del necesario paraíso perdido.
  • La plataforma de apoyo del portátil, cuya · funcionalidad me fue descrita con matemática precisión (soporte para disipar el calor), parece ser que está creando tendencia. Ya me veo venir que de aquí a nada me la venden como si fuera de diseño en cualquier tienda de productos ecológicos y carísimos.
  • Al igual que · ha ocurrido, por cierto, con otro de los objetos de la mesa: la libreta con gomilla, que ahora me dicen que se llama moleskine, por mor del snobismo lingüístico. Mi abuelo siempre llevaba una cogida con una goma ancha y negra, de las que valían para hacer tirachinas. Pues resulta que ahora una libreta tamaño Din A-6 (ó A-7) cuesta de 10 euros para arriba, por aquello de que es herramienta imprescindible para cualquier blogesféric@ que se precie.
  • En fin: papel, gomilla, tabla del pan, ordenata, acantilado, la pata de jamón (tiesa, por cierto), muchos botellines vacíos y la cafetera siempre sobre el fuego.

    ¿Hay alguien que no sepa dónde está el corazón de una casa?

    S.M

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